Tuvo muchas configuraciones mientras estuvimos ahí, pero la que tengo pegada a un videojuego es más o menos así:
Junto a la ventana, en una esquina, la tele Sony café, grande, de botones plateados con plantilla, encima de una mesa con una mantilla que había tejido mi mamá. A un lado un librero café de novopan delgadito que apenas aguantaba varias enciclopedias y figuritas de porcelana. Los sillones de peluche negro, desvencijados, rotos de las esquinas, pero comodísimos. A modo de mesa de centro, un terrario redondo, grande, con una planta en medio que estaba a punto de secarse entre que no le daba el sol y que me trepaba encima. Unas cortinas amarillas plegadas adornaban la ventana por donde todas las tardes entraba el sol. Y en esa sala que nos vio hacer mil travesuras y sufrir con las tareas, estábamos mi hermano, mi papá y yo, entretenidísimos intentando pasar el nivel 1-3 de Super Mario Bros. para Nintendo, el juego que me recuerda un lugar que ya no existe más.
Siguiente nivel: Juego que recuerdo de la infancia
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