Si usted no lo sabe, en 2011 tuve la fantástica oportunidad de viajar a Corea del sur para participar en una competencia internacional de danzas folklóricas. Fue un viaje un poco accidentado pero muy divertido que ya fue narrado por aquí.
Corea me dejó muchas cosas, pero lo más valioso que obtuve de estar allá fueron amigos desperdigados por el globo.
No muchos (nunca se me dio ser súper amiguero) pero los que tengo son grandes personas con las que comparto, primeramente, el gusto por bailar. La plática (un poco rota por las horas raras en las que podemos estar en contacto) ha demostrado que tenemos más cosas en común.
Especialmente con uno la comunicación es de lo más curiosa: me mando postales con el.
Sí, postales. Cuadritos de cartón con imágenes y un parrafito escrito a mano por atrás.
En estos tiempos modernos de comunicación instantánea parece una locura usar un medio que tarda a veces hasta dos meses en llegar, pero tiene un encanto especial escoger una postal, elegir lo que vas a escribir a manita (ya que no cabe todo lo que quisiera uno decir), tomarse el tiempo de ir a la oficina, comprar un timbre y repetir cada tanto el ritual de señalar en el mapa la ubicación y responder "sí, hasta allá", pegar la estampita, meter la misiva en el buzón y esperar a que llegue. Quiero pensar que de su parte pasa más o menos lo mismo y me da emoción saber que lo que recibo fue seleccionado casi como un regalo.
Mientras estuve en Japón mandé tres postales que fueron recibidas con mucha alegría, o eso quiero pensar. Y sí, al amigo con el que me carteo (curioso verbo) también le mandé su postal de Kioto.
La sensación de recibir una postal, a estas alturas, es rara. Es como un regalo recurrente: si no reviso yo el buzón y la veo, mi papá lo hace y la deja en la mesa, esperando a que llegue y yo ponga cara como de que acabaran de llegar los Reyes Magos o algo así. La leo, reviso la ilustración, me planteo seriamente ir a conocer ese lugar en algún momento de la vida y la guardo en el cajón de los regalos especiales. Acto seguido empiezo a pensar en qué postal le voy a enviar que diga algo de mi país o mi ciudad.
Con otro amigo (con quien también me escribo por Facebook) acabo de empezar a hacerlo igual. Sospecho que me va a dar mucha risa decirle a la vieja mal encarada de Sepomex "no, ahora no es acá; es aquí" alternando cada dos meses.
Placeres pequeños y anacrónicos de la vida, pues.
---
Oyendo: a la gata roncar.
Corea me dejó muchas cosas, pero lo más valioso que obtuve de estar allá fueron amigos desperdigados por el globo.
No muchos (nunca se me dio ser súper amiguero) pero los que tengo son grandes personas con las que comparto, primeramente, el gusto por bailar. La plática (un poco rota por las horas raras en las que podemos estar en contacto) ha demostrado que tenemos más cosas en común.
Especialmente con uno la comunicación es de lo más curiosa: me mando postales con el.
Sí, postales. Cuadritos de cartón con imágenes y un parrafito escrito a mano por atrás.
En estos tiempos modernos de comunicación instantánea parece una locura usar un medio que tarda a veces hasta dos meses en llegar, pero tiene un encanto especial escoger una postal, elegir lo que vas a escribir a manita (ya que no cabe todo lo que quisiera uno decir), tomarse el tiempo de ir a la oficina, comprar un timbre y repetir cada tanto el ritual de señalar en el mapa la ubicación y responder "sí, hasta allá", pegar la estampita, meter la misiva en el buzón y esperar a que llegue. Quiero pensar que de su parte pasa más o menos lo mismo y me da emoción saber que lo que recibo fue seleccionado casi como un regalo.
Mientras estuve en Japón mandé tres postales que fueron recibidas con mucha alegría, o eso quiero pensar. Y sí, al amigo con el que me carteo (curioso verbo) también le mandé su postal de Kioto.
La sensación de recibir una postal, a estas alturas, es rara. Es como un regalo recurrente: si no reviso yo el buzón y la veo, mi papá lo hace y la deja en la mesa, esperando a que llegue y yo ponga cara como de que acabaran de llegar los Reyes Magos o algo así. La leo, reviso la ilustración, me planteo seriamente ir a conocer ese lugar en algún momento de la vida y la guardo en el cajón de los regalos especiales. Acto seguido empiezo a pensar en qué postal le voy a enviar que diga algo de mi país o mi ciudad.
Con otro amigo (con quien también me escribo por Facebook) acabo de empezar a hacerlo igual. Sospecho que me va a dar mucha risa decirle a la vieja mal encarada de Sepomex "no, ahora no es acá; es aquí" alternando cada dos meses.
Placeres pequeños y anacrónicos de la vida, pues.
---
Oyendo: a la gata roncar.
Comentarios