Nunca pensé que me alegraría tanto de ver mucha gente en el centro.
A estas alturas del partido para nadie en el planeta es un secreto que el D.F. estuvo en contingencia unos días, y que pocas cosas estuvieron abiertas.
En esos días, que también coincidieron con el primero de mayo (Día del trabajo) y el cinco (Día de la batalla de Puebla), al chilango se le ocurrió que si de todos modos estaría de vacaciones forzadas en la Ciudá Capital, ir a la playita o con la tía de Aguascalientes no afectaría en nada.
Y pues por un lado, fue cierto. Fueron días en los que el cielo se veía de un azul intenso por la falta de contaminación y el viento que de por sí había. Uno se paró tarde y las cosas parecían más relajadas, más tranquilas. Así deberíamos estar todos los días, sin tanto smog ni tanto estrés.
Había comercios abiertos, sí, pero eran poquitos. Suficientes, al menos. Las calles eran transitables y en general, como un puente común y corriente.
Pero entre más pasaban los días, menos gente había en la calle. Más y más negocios cerraban y había menos cosas por hacer. ¿Qué pasa cuando no hay restaurantes, bares, cines ni Blockbusters? ¿Qué haremos en casa, o con los amigos? ¿De qué platicamos si en la tele y el radio sólo se habla de la influenza y pasan las mismas recomendaciones cada 10 minutos? Yo apagué la tele y me dediqué a jugar, aunque sólo salí de mi casa el domingo en la tarde para ir con un amigo. Fue un fin de semana de verdad aburrido.
Pero lo peor estaba por venir, y no lo sospechaba.
Lunes y martes fueron los días en los que la contingencia obligó a cerrar TODOS los establecimientos no vitales para la economía, y con la gente esparciendo el virus en Cancún y Acapulco y los ejecutivos de cuenta en sus sillones en los bancos, el lunes habíamos tres gatos que salimos a la calle.
Desde que me subí al tren ligero y me tocó un asiento libre debí haberlo sospechado, pero no, no me di cuenta que algo andaba mal. Llegué al metro y habíamos no más de 20 personas esperando que llegara el tren... y no me di cuenta. Caminé por el centro y ví poca, poquísima gente, pero se lo atribuí a la hora (había llegado temprano pues el metro se paraba menos tiempo en las estaciones). Nada me previno para lo que vería en la tarde, a la hora de comer.
Después de que como, siempre salgo a caminar para que el intestino se mueva. Y ese día no fue la excepción: fui a ver si había un juego que quiero a una tienda cerca de mi trabajo, para lo cual tenía que caminar sobre Eje Central entre Mesones y Madero (Para quien no conozca, es la zona donde más ambulantes hay, y siempre tiene mucho tráfico).
Y de repente, me golpeó en la cabezota como una cubetota de agua glacial: No había gente. No había puestos abiertos. La mitad de la Plaza de la Computación (usualmente un hervidero de gente) estaba cerrada. Había tres coches esperando el semáforo. Cerrados el cine Teresa, la librería del Fondo, el Erótika, la torre Latinoamericana.
NO HABÍA GENTE EN EJE CENTRAL. EL FIN DEL MUNDO COMO LO CONOCIMOS HABÍA LLEGADO.
A los primeros minutos de asombro general y sonrisa maliciosa de ver el Eje Central vacío para contárselo a mis nietos, siguió una franca sacudida de pánico. Para entonces, aunque sabía que no estaría abierta, seguía caminando hacia la tienda mientras el morbo me movía a seguir viendo la calle sola, desierta.
Como evidentemente no encontré la tienda, me regresé al trabajo, esta vez por Bolívar, una paralela al eje. Y si el eje estaba vacío, Bolívar estaba peor, verdaderamente desierto, ni uno solo de los comercios de artículos musicales estaba abierto, y eso le daba un aspecto muy sombrío a lo que usualmente es el agitado centro del Distrito Federal.
Regresé a mi trabajo a seguir con lo que tenía pendiente. Y a la hora de la salida, al caminar hacia el metro Zócalo para irme a mi casa, volvió a pasar lo mismo: La calle vacía, los negocios cerrados, y unos pocos y tristes transeúntes buscábamos signos de vida donde la influenza (todavía porcina) nos la había quitado.
El Zócalo también fue impactante. Usualmente con un plantón (o dos o tres) de guardia (uno pensaría que ya a veces la gente está ahí por pura idiosincracia) taxis, bicitaxis, coches, policías, danzantes y niños corriendo, ese día, de no ser por las tres estructuras semipermanentes que pusieron ahí hace como un mes, hubiera estado completamente vacío.El metro, igual: tres personas en el vagón, y al salir a Tlalpan, la otrora tapadísima calzada estaba transitable como domingo a las 8 de la mañana. Hasta sentado me tocó irme en el pesero de regreso.
En una temporada normal, uno desea con todas sus fuerzas que esto pase. Pero ya cuando sucedió, dos días seguidos, uno empieza a arrepentirse de haberlo siquiera pensado.
Cuando vives en la ciudad más poblada del mundo, que tu ciudad esté viva, los niños corran, los pubertos se rían, los conductores se la mienten, el ambulante te grite "llévele llévele" en el oído y en general, que todo lo que está a tu alrededor haga ruido, es algo a lo que te acostumbras y que (oh sí) extrañas cuando no lo tienes.
Piensen, por ejemplo, cuando van al pueblo de algún familiar de visita una semana. Pasa algo similar: Los primeros dos días escapas del ruidal inmenso de la ciudad, pero para la semana esperas estar de regreso pues no hay nada que hacer, y ya te aburriste.
Afortunadamente, se decretó que el miércoles las cosas volverían a la normalidad. Y cuando saliendo de apretujarme en el metro casi me estampo de frente con un cargador que iba corriendo a dejar mercancía y vi la calle llena de gente otra vez, me alegré de estar rodeado de bullicio y de haber sobrevivido al día en que la Ciudad de México estuvo desierta.
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Oyendo: Joujouka - Acid Line (RoboZ stage)
A estas alturas del partido para nadie en el planeta es un secreto que el D.F. estuvo en contingencia unos días, y que pocas cosas estuvieron abiertas.
En esos días, que también coincidieron con el primero de mayo (Día del trabajo) y el cinco (Día de la batalla de Puebla), al chilango se le ocurrió que si de todos modos estaría de vacaciones forzadas en la Ciudá Capital, ir a la playita o con la tía de Aguascalientes no afectaría en nada.
Y pues por un lado, fue cierto. Fueron días en los que el cielo se veía de un azul intenso por la falta de contaminación y el viento que de por sí había. Uno se paró tarde y las cosas parecían más relajadas, más tranquilas. Así deberíamos estar todos los días, sin tanto smog ni tanto estrés.
Había comercios abiertos, sí, pero eran poquitos. Suficientes, al menos. Las calles eran transitables y en general, como un puente común y corriente.
Pero entre más pasaban los días, menos gente había en la calle. Más y más negocios cerraban y había menos cosas por hacer. ¿Qué pasa cuando no hay restaurantes, bares, cines ni Blockbusters? ¿Qué haremos en casa, o con los amigos? ¿De qué platicamos si en la tele y el radio sólo se habla de la influenza y pasan las mismas recomendaciones cada 10 minutos? Yo apagué la tele y me dediqué a jugar, aunque sólo salí de mi casa el domingo en la tarde para ir con un amigo. Fue un fin de semana de verdad aburrido.
Pero lo peor estaba por venir, y no lo sospechaba.
Lunes y martes fueron los días en los que la contingencia obligó a cerrar TODOS los establecimientos no vitales para la economía, y con la gente esparciendo el virus en Cancún y Acapulco y los ejecutivos de cuenta en sus sillones en los bancos, el lunes habíamos tres gatos que salimos a la calle.
Desde que me subí al tren ligero y me tocó un asiento libre debí haberlo sospechado, pero no, no me di cuenta que algo andaba mal. Llegué al metro y habíamos no más de 20 personas esperando que llegara el tren... y no me di cuenta. Caminé por el centro y ví poca, poquísima gente, pero se lo atribuí a la hora (había llegado temprano pues el metro se paraba menos tiempo en las estaciones). Nada me previno para lo que vería en la tarde, a la hora de comer.
Después de que como, siempre salgo a caminar para que el intestino se mueva. Y ese día no fue la excepción: fui a ver si había un juego que quiero a una tienda cerca de mi trabajo, para lo cual tenía que caminar sobre Eje Central entre Mesones y Madero (Para quien no conozca, es la zona donde más ambulantes hay, y siempre tiene mucho tráfico).
Y de repente, me golpeó en la cabezota como una cubetota de agua glacial: No había gente. No había puestos abiertos. La mitad de la Plaza de la Computación (usualmente un hervidero de gente) estaba cerrada. Había tres coches esperando el semáforo. Cerrados el cine Teresa, la librería del Fondo, el Erótika, la torre Latinoamericana.
NO HABÍA GENTE EN EJE CENTRAL. EL FIN DEL MUNDO COMO LO CONOCIMOS HABÍA LLEGADO.
A los primeros minutos de asombro general y sonrisa maliciosa de ver el Eje Central vacío para contárselo a mis nietos, siguió una franca sacudida de pánico. Para entonces, aunque sabía que no estaría abierta, seguía caminando hacia la tienda mientras el morbo me movía a seguir viendo la calle sola, desierta.
Como evidentemente no encontré la tienda, me regresé al trabajo, esta vez por Bolívar, una paralela al eje. Y si el eje estaba vacío, Bolívar estaba peor, verdaderamente desierto, ni uno solo de los comercios de artículos musicales estaba abierto, y eso le daba un aspecto muy sombrío a lo que usualmente es el agitado centro del Distrito Federal.
Regresé a mi trabajo a seguir con lo que tenía pendiente. Y a la hora de la salida, al caminar hacia el metro Zócalo para irme a mi casa, volvió a pasar lo mismo: La calle vacía, los negocios cerrados, y unos pocos y tristes transeúntes buscábamos signos de vida donde la influenza (todavía porcina) nos la había quitado.
El Zócalo también fue impactante. Usualmente con un plantón (o dos o tres) de guardia (uno pensaría que ya a veces la gente está ahí por pura idiosincracia) taxis, bicitaxis, coches, policías, danzantes y niños corriendo, ese día, de no ser por las tres estructuras semipermanentes que pusieron ahí hace como un mes, hubiera estado completamente vacío.El metro, igual: tres personas en el vagón, y al salir a Tlalpan, la otrora tapadísima calzada estaba transitable como domingo a las 8 de la mañana. Hasta sentado me tocó irme en el pesero de regreso.
En una temporada normal, uno desea con todas sus fuerzas que esto pase. Pero ya cuando sucedió, dos días seguidos, uno empieza a arrepentirse de haberlo siquiera pensado.
Cuando vives en la ciudad más poblada del mundo, que tu ciudad esté viva, los niños corran, los pubertos se rían, los conductores se la mienten, el ambulante te grite "llévele llévele" en el oído y en general, que todo lo que está a tu alrededor haga ruido, es algo a lo que te acostumbras y que (oh sí) extrañas cuando no lo tienes.
Piensen, por ejemplo, cuando van al pueblo de algún familiar de visita una semana. Pasa algo similar: Los primeros dos días escapas del ruidal inmenso de la ciudad, pero para la semana esperas estar de regreso pues no hay nada que hacer, y ya te aburriste.
Afortunadamente, se decretó que el miércoles las cosas volverían a la normalidad. Y cuando saliendo de apretujarme en el metro casi me estampo de frente con un cargador que iba corriendo a dejar mercancía y vi la calle llena de gente otra vez, me alegré de estar rodeado de bullicio y de haber sobrevivido al día en que la Ciudad de México estuvo desierta.
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Oyendo: Joujouka - Acid Line (RoboZ stage)
Comentarios
Te invitamos a escuchar el único blogcast Buen tono 23
La buena onda hecha blogcast!
Me imagino no debieron ser días fáciles para la gente del DF; si de por sí ya anda la mayoría con estrés, paranoia y demás patologías psicológicas por el día a día en aquella ciudad... pues además el encierro no debió de ser muy saludable.
Lo bueno es que ya está pasando; ojalá todo termine pronto.
Gracias por tu comentario en mi blog, por cierto. Saludos.
JL
Ojalá nos tocará más seguido una ciudad menos escandalosa...