Este va a ser un post cortito pero, espero, ilustrativo.
Después de nuestro mes y medio en Nagoya como una gran (y muy disfuncional) familia, llegó el momento de separarnos en grupos de acuerdo a la especialidad que veníamos a estudiar; cada grupo significaba una universidad -y ciudad- diferente.
Los chicos que se quedaron en Nagoya nos salieron a despedir mientras los demás subíamos nuestras cosas -las que vinieron desde México y las que se nos pegaron en el ínter, a veces hasta bicicletas- a los camiones que nos iban a llevar. Una maestra de japonés, incluso, vino desde cerca de Toyota solo para despedirnos y aunque nos pasó su correo me dolió un poco saber que ya no la iba a ver diario.
Como fuera, los camiones nos esperaban; unos a la estación de trenes (los de las bicicletas, que de alguna manera extraña iban todos al mismo lugar) y a los que el camión nos iba a dejar en la puerta de nuestros nuevos hogares. No era un camión por ciudad, así que en auténtica lógica japonesa intentaron acomodarnos de acuerdo a como nos teníamos que bajar. Más de 20 mexicanos los dejaron en "visto" y se acomodaron según donde sus amiguis estuvieran más cerca.
Agarramos camino los que íbamos más lejos. La carretera es verdaderamente algo digno de verse: paisajes de película con esa luz particular que tiene Japón que ilumina las montañas, los arrozales, los bosques y las ciudades de una manera muy especial. Contrario a las salidas de escuela que habíamos tenido desde marzo, ninguno de nosotros iba echando desmadre; emocionados y nerviosos, sí, pero extrañamente muy callados. Después de descubrir un país, a tus amigos y compañeros por los próximos seis meses y medio (o más) y la manera de comportarse por estos lares, creo que es normal que uno entre en modo silencioso al salir de la ciudad que fue tu casa cuando llegaste a un país que no conocías.
Bosques, ciudades, lagos... el viaje fue todo menos aburrido. Nostálgico, si quieren, pero no aburrido. La parte realmente rescatable pasó cuando nos dejaron a mí y mi grupo de mexicanos en la ciudad donde nos íbamos a quedar.
Aún cuando desde unas semanas antes nos habían dado la ubicación de los nuevos departamentos (con licorería monumental en la entrada), ni al conductor del autobús ni a la "guía" del convoy les llegó el memo y el chofer se siguió hacia el viejo complejo de departamentos para estudiantes. Le dijimos cinco mexicanos en japonés "違う! そこでした!" ("¡Se equivocó! ¡Era allá!") pero nanai. Cuando se detuvo mejor nos bajamos nosotros a cargar nuestras maletas hacia Crest Kusatsu ya que no era especialmente lejos (los edificios de departamentos normalmente tienen nombres, digamos, curiosos en Japón)... pero nos regresaron. Que no, que siempre sí era donde le decíamos desde hace diez minutos. Maletas en mano, nos subimos de nuevo y sufrimos un poco mientras el camión tardó más en dar la vuelta en la calle de dos carriles que en llegar a las puertas de Liquor Mountain.
Mentando madres, nos bajamos con todas nuestras cosas en dos minutos (ya las habíamos sacado del maletero), nos despedimos desde afuera de los de dentro, vimos de reojo a Rikaman (contracción de リカーマウンテン, Liquor Mountain) y dejamos nuestras cosas en el lobby del edificio mientras nos daban nuestras dos llaves y el camión seguía hacia la siguiente ciudad. Lo que siguió ese día (y chingos de anécdotas de Kusatsu, la nueva ciudad), viene en el próximo post.
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Oyendo: Claro video - Las Olimpiadas en Rio 2016
Después de nuestro mes y medio en Nagoya como una gran (y muy disfuncional) familia, llegó el momento de separarnos en grupos de acuerdo a la especialidad que veníamos a estudiar; cada grupo significaba una universidad -y ciudad- diferente.
Los chicos que se quedaron en Nagoya nos salieron a despedir mientras los demás subíamos nuestras cosas -las que vinieron desde México y las que se nos pegaron en el ínter, a veces hasta bicicletas- a los camiones que nos iban a llevar. Una maestra de japonés, incluso, vino desde cerca de Toyota solo para despedirnos y aunque nos pasó su correo me dolió un poco saber que ya no la iba a ver diario.
Como fuera, los camiones nos esperaban; unos a la estación de trenes (los de las bicicletas, que de alguna manera extraña iban todos al mismo lugar) y a los que el camión nos iba a dejar en la puerta de nuestros nuevos hogares. No era un camión por ciudad, así que en auténtica lógica japonesa intentaron acomodarnos de acuerdo a como nos teníamos que bajar. Más de 20 mexicanos los dejaron en "visto" y se acomodaron según donde sus amiguis estuvieran más cerca.
Agarramos camino los que íbamos más lejos. La carretera es verdaderamente algo digno de verse: paisajes de película con esa luz particular que tiene Japón que ilumina las montañas, los arrozales, los bosques y las ciudades de una manera muy especial. Contrario a las salidas de escuela que habíamos tenido desde marzo, ninguno de nosotros iba echando desmadre; emocionados y nerviosos, sí, pero extrañamente muy callados. Después de descubrir un país, a tus amigos y compañeros por los próximos seis meses y medio (o más) y la manera de comportarse por estos lares, creo que es normal que uno entre en modo silencioso al salir de la ciudad que fue tu casa cuando llegaste a un país que no conocías.
Bosques, ciudades, lagos... el viaje fue todo menos aburrido. Nostálgico, si quieren, pero no aburrido. La parte realmente rescatable pasó cuando nos dejaron a mí y mi grupo de mexicanos en la ciudad donde nos íbamos a quedar.
Aún cuando desde unas semanas antes nos habían dado la ubicación de los nuevos departamentos (con licorería monumental en la entrada), ni al conductor del autobús ni a la "guía" del convoy les llegó el memo y el chofer se siguió hacia el viejo complejo de departamentos para estudiantes. Le dijimos cinco mexicanos en japonés "違う! そこでした!" ("¡Se equivocó! ¡Era allá!") pero nanai. Cuando se detuvo mejor nos bajamos nosotros a cargar nuestras maletas hacia Crest Kusatsu ya que no era especialmente lejos (los edificios de departamentos normalmente tienen nombres, digamos, curiosos en Japón)... pero nos regresaron. Que no, que siempre sí era donde le decíamos desde hace diez minutos. Maletas en mano, nos subimos de nuevo y sufrimos un poco mientras el camión tardó más en dar la vuelta en la calle de dos carriles que en llegar a las puertas de Liquor Mountain.
Mentando madres, nos bajamos con todas nuestras cosas en dos minutos (ya las habíamos sacado del maletero), nos despedimos desde afuera de los de dentro, vimos de reojo a Rikaman (contracción de リカーマウンテン, Liquor Mountain) y dejamos nuestras cosas en el lobby del edificio mientras nos daban nuestras dos llaves y el camión seguía hacia la siguiente ciudad. Lo que siguió ese día (y chingos de anécdotas de Kusatsu, la nueva ciudad), viene en el próximo post.
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Oyendo: Claro video - Las Olimpiadas en Rio 2016
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